miércoles, 5 de noviembre de 2008

Oshkosh, Wisconsin

Esta semana he vuelto a la lectura de Richard Ford: sin duda alguna, uno de los grandes de la literatura norteamericana actual. El libro llevaba tiempo y tiempo en el limbo de mi mesilla. Tal vez me asustaba su horripilante y tremebunda cubierta, que reproduzco para que no puedan acusarme (¿por qué seguiré usando el tratamiento de usted en este blog?) de ser hombre exagerado. Cubierta tan horripilante y tremebunda, al menos, como el lugar donde compré esta edición de Ford: Oshkosh, Wisconsin.

Visité Oshkosh en un viaje con tintes de road-movie que hice con Irene y Elvira. Recorrimos los estados de Illinois, Iowa, Minnesota y Wisconsin: un enorme maizal confederado donde no existen demasiados “puntos turísticos” y donde todo interés depende estrictamente de la mirada del viajero. Solíamos dormir en moteles donde era difícil desprenderse de la impresión de decorado cinematográfico y cada mañana elegíamos, sin demasiados datos y sobrevalorando a todas luces las virtudes del azar, la ruta del día. Un criterio de peso para cada elección era el nombre de los lugares: la belleza de los nombres. Perseverábamos, como una terna de chimpancés pre-modernos, en la idea de que alguna relación tenía que haber entre las palabras y las cosas. Y una y otra vez metíamos la gamba. Por ejemplo: Cedar Rapids creó en mi cabeza la  maravillosa imagen de un main street repleto de poetas borrachos, jugadores profesionales de poker y rubias severamente permanentadas; al llegar a aquella ciudad encontramos un lugar anodino y, para colmo, desertado y anegado tras el dramático desbordamiento del río Mississippi. De forma parecida Oshkosh nos prometía algo salvaje, genuino, frondoso, antiguo, ajeno.

Tras un breve paseo por la calles de Oshkosh localizamos una librería y nos faltó tiempo para refugiarnos allí de la melancólica mediocridad de la ciudad. Al fondo de la librería, por lo demás vulgar, un grupo de lugareñas que rondaban de media los cuarenta mantenía una suerte de tertulia literaria: imagen aterradora –espero que sepan comprenderme- que traté de obviar pero de la que a duras penas conseguí recuperarme. Ni siquiera quise saber qué libro comentaban, aunque no sé por qué imaginé que sería Las cenizas de Ángela  de Frank McCourt. Entonces, como un milagro, encontré en uno de los estantes el libro de Richard Ford que leo estos días. Salimos pitando de la librería y ni siquiera llegamos a pensar en buscar un café donde echarle un primer vistazo al libro. Regresamos directos al coche y huimos de Oshkosh como si previéramos que allí estaba por acaecer un desastre comparable a aquél cuyas huellas encontramos en los barrios enlodados y fantasmales de Cedar Rapids.

Al terminar de leer el libro de Richard Ford me topo en la última página, blanca y de cortesía, con un sello: Apple Blossom Books, Oshkosh. El nuevo encuentro con esta palabra remueve mi curiosidad y se me ocurre buscar algo en google sobre el origen de la ciudad y su nombre. Me entero de que la ciudad honra al Jefe Oshkosh de los indios Menominee. Leo que este hombre fue el responsable de la venta a los Estados Unidos de las tierras de su pueblo -4,2 millones de acres- a cambio de 620.000 dólares y unos terrenos cerca Crow Wing River destinados a la creación de una reserva. También leo, en otra página, que años después el Jefe Oshkosh afirmó que la venta se había realizado bajo presión. Al parece terminó convertido en un alcohólico, atesorando casi doscientos kilos de carne podrida por el arrepentimiento y perdiendo la vida en una pelea de borrachos, el 29 de Agosto de 1858. Pienso ahora que tal vez la ciudad de Oshkosh no sea tan distinta de la historia del Jefe Oshkosh y que tal vez, aunque sea de forma secreta y esquiva, las palabras sigan de algún modo ligadas a las cosas.

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